domingo, 9 de mayo de 2010

Es curioso esto que llaman vida

Es curioso esto que llaman vida

El jueves, después de llorar desconsoladamente durante horas que no conté sino hasta que se puso el sol, decidí salir de la pieza, caminé por todo Huérfanos y doblé por Santa Lucía. Mire de todas las formas posibles la existencia, interrogando, como me han enseñado, a la perspectiva.

No le tuve miedo a la urbe, porque me sumí en ella como en los brazos de ese amigo que nunca tuve y sentí su respetuosa acogida. Y es que nadie es capaz de robarle a una mirada extraviada y a la seguridad de unos pasos zigzagueantes como los míos.

Observé a destajo a todos esos seres que repararon en la lentitud de mi caminar, en mi mirada demasiado atenta, en mi atuendo demasiado descuidado. Eran personas heterogéneas. Hubo un hombre de abrigo largo, zapatos bien lustrados, maletín en la mano, pelo peinado a la fuerza por el uso de la formalidad, ceño fruncido y por supuesto, lentes, demasiado alto para la media de los santiaguinos que a esa hora se ahogan con las palomas. Había una mujer de la que colgaban demasiadas bolsas y como una más de ellas un niño tan desordenado como ella a causa de los tirones que repetidamente le propinaba su madre, quien luego daba un suspiro que le volaba la chasquilla.
En todos ellos encontré exactamente la misma mirada, extrañada, ausente, confusa, desesperada.

Las miradas de quienes miro por los paseos santiaguinos me devuelven la conclusión de que el mundo entero es un teatro del que no hemos hecho nuestro hogar, pero nos hemos acostumbrado a caminar por él como si lo fuera, somos extranjeros de nosotros mismos, no nos conocemos. Nos inventamos deseos, objetivos, trazamos caminos para llegar a ellos, pero si cualquiera mira detenidamente y nos emplaza de forma directa con una sola e instantánea mirada sagaz, nos sentimos de inmediato interrogados sobre ese asunto que relegamos al olvido al caminar descuidados en los quehaceres que nos ofrece la escena de la vida.

Me vestí de Dios y caminé por Santiago, miré a los santiaguinos. Cuando se esfumó ese segundo en el que se encontraron nuestras miradas, el extraño vuelca la suya hacia la mía, que se ha convertido en una espalda. A veces siento su desconcierto, a veces siento su enojo, a veces siento su dolor, todos quisieran tocarme, darme vuelta y comprobar que soy una de ellos, pero ninguno lo hace, tienen miedo de que no lo sea, no alcanzan a reaccionar. Todos sacuden la cabeza, unos segundos antes, otros segundos después, y la extraña es apilada sin más entre los muchos fantasmas que cuelgan en su espalda como si no les pertenecieran.

Quizás algún día serán capaces de retener la imagen de otro fantasma y el llamaran iluminado y serán capaces de acercarse a su Dios mediante él. Hace algún tiempo jugué ese papel y no voy a decir que no me divertí con mis adeptos, pero como siempre anocheció y mi esencia mudó otra vez hacia si misma y hacia su profunda, serena y lejana inactividad.


En Mí fue lo único en lo que pensé ese día, creo que al final del día, después de pensar, contar, mirar, soñar, creer, llorar, lo único que me queda es lo que encuentro detrás del llanto.
Me encanta la calma que nos invade después de derramar cuantiosas lágrimas, de todo lo que me han regalado los griegos me quedo con la palabra catarsis, ese día decidí prolongarla. Es ese momento, que lo quisiera infinito, de profunda tristeza asumida, el de la resignación, en ese delicioso momento en el que logro descubrir mi sino, se me hace evidente que no puedo ser otro que el de mi amada tragedia.

He pensado sin cesar en esto, que en algún sublime momento me dedique a confesarte, la vida y las personas, me cansan. Mi compañera de cuarto me ha declarado su amor incesantemente estas últimas semanas mientras que para mí una palabra, una caricia, una sonrisa, un agradecimiento, una mirada, cualquier acción que implique estar de pie sobre la escena de la existencia, se vuelve mas pesada cada día.

Estoy aquí como en mis entrañas, porque es el lugar donde me siento cómoda. No puedo hacer el esfuerzo de nada más, porque nada se digna a entregarme una pizca de sentido. No es que le busque explicaciones a la existencia, lo único que le pido a la serie de objetos que me rodean es que me atraigan lo suficiente como para desplazarme hacia ellos, pero no hay caso, permanecen iguales e indiferentes,

Ahora pienso en mi condición como la miran los otros, es tan fácil dictaminar que sea solo un tema de voluntad. Puedo levantarme en cualquier minuto de esta cama, pero ¿por que hacerlo? sin duda nadie lo tiene demasiado claro.

"Vuelva una tragedia" son las únicas palabras que resuenan aún en mi memoria de tu escueto mensaje que me niego a releer. Y sonrío ahora como sonreí cuando lo leí, como sonrío cada vez que alguien me dictamina esta enfermedad. Sin duda somos pocos quienes hemos bebido del elixir mareador de la tragedia, solo nosotros sabemos apreciarla en todo el esplendor de su despliegue. Y recuerdo a los hiperbóreos.

Exagero, claramente exagero, profundamente, pero saboreo cada una de mis exageradas palabras y me convenzo de mis ausentes razones, simplemente para revolcarme a mi antojo en este precioso estado que no tiene otro nombre más que el mío y al que no llamo por el nombre que me llaman que me es ajeno también.

Igual me son la vida y la muerte.

Caminé hacia tu departamento, aún atiborrada de las sensaciones recogidas después de mi pequeña odisea urbana. Te observé imaginariamente, supuse la vergüenza que debía sentir si es que tus convivientes llegaran a percatarse de mi pathética (con h) presencia, pero no alcancé a sentirla, estaba demasiado lejos de la materialidad de la escena.
Me devolví a Ñuble y luego de mirar el teléfono por unos segundos, marqué tu número y esperé a que me contestaras. Cuando sonó tu voz casi me asusté de escucharla, me había topado con ella a tientas, y cuando hube de arrancar la mía, aprendí de nuevo el abecedario completo.
Eras tú, quería verte. ¿Y tú? ¿Querías verme? No. Te ocupabas en otra cosa. La conversación contigo perdió todo su sentido después de averiguarlo y le hice una reverencia a la tacañería del teléfono público cuando me alejé de él.
Después de eso, más de lo mismo. Eres la única existencia que recuerdo, subliminalmente. Te recuerdo, en la cama, el calor de tu cuerpo junto al mío, tu mirada, saber que tu brazo me envuelve mientras duermo. En pequeños gestos te recuerdo, porque tus palabras pierden sentido con el tiempo, frente a las vívidas imágenes que atesora mi memoria, esas que amontono mediante los sentidos que agudizo cuando me escapo hacia este yo, que es el que amo.
Caigo en cuenta que eres el único que recuerdo y me doy cuenta de lo maltratada que está mi memoria.

Es curioso esto a lo que llaman vida.

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